miércoles, 23 de marzo de 2016

A 40 años de la peor dictadura

A 40 años del terror inicial. 

La patria era feliz cuando mandaba la Pantera Militar

Videla presidente firma autógrafos
durante su visita el Colegio San José donde cursó el secundario

La desaparición de personas lleva implícita la desaparición de archivos, documentos, edificios, testigos y cualquier elemento capaz de incriminar a los culpables. Lo único que no puede borrarse es la memoria, que se alimenta del relato de los sobrevivientes y de la conciencia recuperada de la población. Las fotografías de Videla en ejercicio del poder son la contracara de la muerte que circulaba entre las sombras. El ex general Videla lideró el Estado que imaginaron los ideólogos más reaccionarios.



Por Sebastián Plana


Las imágenes del Proceso de Reorganización Nacional que lideró el ex general Jorge Rafael Videla son las imágenes que no están. Muy poco puede verse, ya sea en videos o fotografìas, del rostro auténtico de la fiera desatada que por ese entonces devoró vidas en nombre de la libertad. La eficiencia destructiva de los mentores del apocalipsis argentino obligó a la reconstrucción narrativa del pasado, a la práctica de la memoria por vía de la oralidad, del testimonio de sobrevivientes o testigos directos y a veces al auxilio de archivos extranjeros como los del Departamento de Estado de los EE.UU. La ausencia de registros gráficos exige una práctica introspectiva que pueda dar cuenta de aquella carnicería y por eso son de gran utilidad las únicas imágenes que los dueños de la muerte habilitaron en su momento y pueden encontrarse en diarios y revistas de la época. En el caso de las fotografía es interesante el ejercicio mental que permite la instantánea de una persona o un objeto y que da pie a una serie de asociaciones capaces de construir un relato bien distinto del que puede verse en una primera mirada, ingenua o negligente. Y es allí precisamente, en esa cadena de pensamientos e imágenes que la memoria trabaja sin censura, sin mandones que puedan abortar la construcción de la otra historia, la de los perdedores, las víctimas. Y es también en la sutil mirada, en el rayo profundo que penetra la realidad más allá del recorrido visual ligero, donde podrán encontrarse las aberraciones ocultas para después sacarlas a la luz y entregarlas a la consideración general. Entonces no importa la capacidad de la fotografía de embellecer las situaciones más abyectas, ni siquiera la ausencia de fotos esenciales de un momento histórico y su reemplazo por imágenes falseadas de la realidad o su uso propagandístico. Lo importante es la interpretación de la fotografía, cualquiera sea, porque en la interpretación reside la verdadera fotografía. Nuevamente la memoria, que es redentora y opera en multitud de narraciones, se hará cargo de poner las imágenes en su justo lugar, dentro de la gran memoria social y política que acompaña a los pueblos. En última instancia, la narración le dará el sentido que por sí misma la fotografía no contiene.
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Mirar para adelante
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Videla presidente saliendo del Colegio San José 
La supresión como clave del período de referencia es coherente en casi todos los terrenos. Se suprime el pensamiento, se hace desaparecer a los que piensan, desaparecen las imágenes y queda el vacío. El vacío que quiso llenarse con la fábula de los salvadores de la patria, de quienes impidieron el arrebato del territorio nacional a manos de la delincuencia subversiva. Si la guerra fue librada en nombre de la sociedad agredida –argumentaban los procesistas- no hay mucho que mostrar de la guerra en sí, las imágenes son superfluas, hablan los hechos: el orden impuesto y la tranquilidad, “argentinos a trabajar”. Todo estaba previsto, la desaparición no tendría imagen, de lo contrario podría convertirse en aparición o crimen, “los desaparecidos no están, son un ente”, fue una de las célebres frases que pronunciara públicamente Videla, por lo tanto no hay imágenes, tan solo quedan los viejos retratos de familia, en sepia o blanco y negro, de esos que alguna vez estuvieron. En el mundo de los desaparecedores no hay fotos de las víctimas, se borran sus olores pero también sus perfiles. Tampoco fue necesario conservar imágenes de las batallas victoriosas y mucho menos difundirlas porque era menester ahorrarle al ciudadano común la visión incomprensible del espanto. ¿Qué propósito puede tener el registro de la tortura, la degradación de los infiernos, la agonía, los vuelos postreros? Nada vale la pena en el vacío. No hay que mirar atrás, no habrá imágenes escabrosas del pasado, hay que mirar para adelante, para que en el futuro pueda invocarse la unidad de los argentinos. El pasado sin rostro predispone a ese futuro en la mente de los desaparecedores. Pero la memoria es como el fuego votivo y de sus llamas surgen rumores, diálogos, comentarios que mantienen vivas las voces de los suplicantes, porque toda injusticia clama al cielo y se puede contar la historia completa aunque solo se disponga de las fotos de los verdugos.
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El país recupera la felicidad _________________________________________________________________


Conocer los primeros pasos de Jorge Rafael Videla como mandamás general de la Nación resulta indispensable para ilustrar lo dicho en párrafos anteriores. Su pretendida impronta de militar profesional y hasta democrático, fogoneada por varios medios de prensa de la época, antes y aún después del golpe de marzo de 1976, tuvo su contrapartida fotográfica. No fue casualidad que se lo bautizara la Pantera Rosa (se dice que Massera le estampó el mote felino) por su figura elástica y su carácter silencioso como ese dibujito animado que atrajo multitudes en los años 70. Pudo conservar Videla, en los estadíos iniciales del Proceso una imagen componedora, civilizada, que disimulara las denuncias de sangriento dictador y hasta logró escudarse detrás de la simpática figura para situarse como líder impotente frente a otros jefes militares incontrolables por su crueldad. A partir de las cuatro fotos que se utilizaron para esta reflexión es posible acercarse al personaje y despuntar un breve relato. En tres de ellas Videla viste de civil y sólo en una utiliza ropa militar. Es indistinto, el militar a la luz del día también era rosado, gentil y potable para la mirada común; de esa dualidad, entre el hombre público de manos limpias y el desaparecedor implacable de uniforme se trata este relato. Dos fotos pertenecen a un mismo acto: Videla, poco después de instalarse en el poder concurre al Colegio San José, en la Capital, donde cursó el secundario, a visitar maestras y reunirse con ex compañeros al cumplir 35 años como egresado. En la primera imagen, dentro del colegio, “el flaco” firma sonriente autógrafos de madres agradecidas por la lucha que lleva adelante y en la segunda, a punto de subir al Ford Falcón que lo devolverá a la Casa Rosada rodeado de guardaespaldas y efusivas señoras que estiran sus manos para tocar la humanidad del liberador. Al fondo puede verse a una maestra con sus alumnas, sonrientes, observando la escena desde una ventana de la que se descuelga la bandera argentina. La alegría vuelve al país de la mano de un tipo engominado, prolijo, huesudo, que se muestra a la sociedad como un hombre de clase media, civilizado y católico, de moral intachable. Imagen ideal para acometer la tarea de limpieza ideológica y social más drástica que recuerda la argentinidad. Alumno ejemplar, sin faltas conocidas y alta piedad religiosa, ni siquiera osaba hacerse las escapaditas típicas de otros compañeros, tampoco se lo recuerda por la práctica futbolística. Su punto fuerte era la religiosidad de la que hizo gala desde la conducción del Estado. Un hombre piadoso levanta menos sospecha, oculta con disimulo la ignominia de los campos clandestinos y las desapariciones. Se hacía difícil asomarse al infierno por la puerta de este general honesto, casi recoleto, un hombre religioso sin vuelta. Los antiguos compañeros lo reconocían como un tipo derecho, que iba de frente, y eso de ocultar cadáveres parecía vieja propaganda de los enemigos de siempre. Cualquier milico podía ser pero él no. El “flaco” era incapaz de transgredir, “no tenía calle ni café” como decían las malas lenguas. Claro que la religión tiene dos caras para Videla, como sus dos caras en el uso del poder. Una extraña religión que le permitía matar sin complicaciones, la religión que se consume puertas adentro, entre familiares y amigos, pero sin proyección sobre la realidad política y social, terreno en el que se sentía libre de pecado y podía arrojar al mar a los enemigos. Hasta el Papa Pablo VI destrató al embajador videlino en el Vaticano como repudio a “las desapariciones y asesinatos de personas” y eludiendo los saludos protocolares se solidarizó con “el pueblo argentino que espera una explicación adecuada” frente al accionar demoníaco de las autoridades. Pero el desencanto papal no hizo mella en su fe particular y prefirió apoyarse en las certezas de la doctrina de la seguridad nacional, el nacionalismo conservador, el anticomunismo de la Guerra Fría o la Escuela de las Américas y el Plan Cóndor que daban respuesta a sus necesidades profesionales en un terreno escindido del religioso donde no incomode el retumbar de la conciencia. Los escrúpulos quedarán para la intimidad, en la guerra justa todo vale y Videla no era más que el modelo de varón de una época, un producto acabado de la Argentina injusta y prepotente.
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Primero el deber, después la fe __________________________________________________________________


Dentro de esa corriente el partido militar fue la expresión más descabellada en el ciclo 1930-1983. Y Videla fue uno de los mejores exponentes del período. La foto del militar refiere su adhesión a un profesionalismo reaccionario que no aceptaba la subordinación de las fuerzas armadas al poder civil, por el contrario los partidos políticos y el parlamento debían circular dentro de un sendero estrecho cuyos límites lo marcaban militares como Videla, siempre listos a ejercer su rol histórico como reserva moral de la patria. Pero esa intervención debía contar con respaldo legal, la burocracia militar requiere como ningún otro poder de documentos probatorios. Cuando asaltaron el poder en 1976 lo hicieron en cumplimiento de los decretos de Isabel Perón que ordenaban el aniquilamiento del enemigo subversivo. Una vez más el general Videla cumplía con su deber en los términos que él los entendió, la institución militar lo puso frente a la historia y él supo responder. Se dice que no quería dar el golpe pero la inevitabilidad de las circunstancias lo obligaron a meter el zarpazo, simplemente porque estaba ahí, en la cima del poder y no eludiría su responsabilidad. En esos términos de obligación y responsabilidad, enfrentó en silencio las condenas que la justicia civil le impusiera en 1985. Fue acusado por la comisión de 66 asesinatos, 93 casos de tortura y 306 secuestros. La obediencia debida va y viene en el escalofrío de los crímenes. El reglamentarismo permitía justificar hasta el delirio la irracionalidad criminal. Estaba presente en la formación de los cadetes la inclinación por el formalismo y la vida bajo el prisma exclusivo del cuartel aislaban al militar del cuerpo social. Había sido el primero en esa vida que va de la casa al regimiento y del regimiento a la casa. Militar argentino típico de una época, carente de escenarios bélicos, se regodeaba en los vericuetos estrictos del reglamentarismo, donde la perfección por lo formal era virtud y la lealtad a una institución sin rostro era la norma. Videla hizo pata ancha dentro del esquema, jamás había participado de golpes o planteos, fue un cadete hecho y derecho, puntilloso, de bota lustrada. En palabras de otro militar ex presidente, Alejandro Lanusse, “hacía la venia hasta el cansancio” o como comentaban ex compañeros de armas como el capitán de caballería retirado Mittelbach o el coronel retirado Jaime Cesio (reivindicado por el kirchnerismo) gustaba de los desfiles y del flamear de la bandera. No expresaba sus ideas, era lo que en otros tiempos se llamaba apolítico, no arriesgaba el pellejo, era estudioso aunque no inteligente, inseguro y hasta se sonrojaba ante una broma subida de tono. Difícil reconocer en ese cadete impecable al futuro desaparecedor nacional que alcanzó la dimensión de otros grandes carniceros de la humanidad e ingresó en la peor de las famas.
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Presidente del exterminio _________________________________________________________________


Pero la foto de Videla presidente, en traje, bajando las escaleras de la explanada de la casa de gobierno es reveladora dentro de este breve relato. En ese hombre de traje bien planchado, de mirada punzante, está la clave del dilema. Ese hombre camaleónico que detrás del escritorio presidencial firma decretos de día y da órdenes tenebrosas por la noche. La cobertura institucional de la Rosada, a sus espaldas, es ideal para ejecutar las acciones de los grupos de tarea nocturnos.
La noche no tiene dueño, Videla gobierna el país y “no le constan las torturas ni las desapariciones”, supo decir alguna vez. El presidente puso el orden que la sociedad demandaba, el orden militarista. Más aún, el orden que el Estado demandó y desde esas paredes rosadas cumplió con la peor versión de los dominadores de la Argentina. Aplastó resistencias y edificó el país soñado por el conservadorismo antipopular, lo hizo con los fierros de la noche y con las recetas económicas del digesto liberal. Combinó al distraído, casi ingenuo comandante político del país, con la determinación de quien asesina en frío, como un ingeniero de la solución final. El ambiguo cadete no dudó cuando dispuso del poder absoluto. Accedió a suprimir cuanta manifestación contraria pudiera asomar. Tuvo firmeza para cargarse a miles de personas y después casi a modo de disculpa no solo reconoció que los desaparecidos no están sino que el país pedía a gritos el fin de la violencia ideológica. Él hizo lo que le pidieron “no se podía fusilar”, confesó y tampoco se podía decir dónde estaban los muertos y mucho menos explicar las operaciones clandestinas. Disculpas, inocencia, tirar la piedra y esconder la mano, esa parecía la mejor herramienta del soldado presidente. Aquel hombre que manifestaba a Dios como eje de su vida mató sin piedad y permitió que otros mataran sin culpa bajo sus órdenes. Quizás esa dicotomía es reveladora para interpretar al personaje, si bien muchos hombres fueron malformados en una simbiosis de cristianismo y crimen incomprensibles de la que Videla no es un producto exclusivo. Un hijo y nieto de militares, el coronel retirado Augusto Rattenbach, en el libro El Dictador (Seoane-Muleiro), destaca la paradoja: “habría que hacer un análisis psicológico muy profundo para determinar por qué este hombre casi monjil pasó a ser un energúmeno, a autorizar cosas realmente crueles, despiadadas y ajenas a todo sentido de religión, moral o ética o como se quiera denominar eso que ordenó, permitió o hizo”.


FuentesSeone, Muleiro. El Dictador.
Revista La Semana (fotos)

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